jump to navigation

Moorea September 7, 2004 english

Posted by Belle in : Moorea, French Polynesia , trackback

Navegar desde Tahití­ hasta Moorea nos llevó apenas tres horas y media. En general lleva aun menos, pero no habí­a nada de viento. Desde Tahití­ se alcanza a ver Moorea, con todas sus montañas verdes, desde lejos se ve hermoso y se pone cada vez más hermoso a medida que uno se acerca. Navegamos hasta la Bahí­a de Cook y anclamos. Moorea fue el fondeadero más hermoso por lejos. La Bahí­a de Cook está rodeada de unas montañas fabulosas, exuberantes y verdes. Unas casitas muy simpáticas subí­an la ladera de la colina, suficientes para parecer un pueblo, pero no tantas como para dar una impresión de demasiado urbanizada.

Uno de los primeros dí­as allí­ alquilamos un auto y anduvimos alrededor de toda la isla, un viaje como de 60 kilómetros. Fuimos a la plantación de ananá y compramos jugo y un cóctel como para fiestas con ananá, ron y otros ingredientes secretos para convidar a los invitados que vienen al barco. Como Wences invita abordo a prácticamente todo ser humano que haya estado alguna vez en un barco… Fuimos al mirador de Belvedere que tiene una vista estupenda de la Bahí­a de Cook y de la bahí­a adyacente. Fue tan lindo manejar por la isla. Todos los pueblos eran hermosos, muy chiquitos. Almorzamos en el Hotel Intercontinental porque querí­amos ver como eran los complejos de vacaciones. Era todo muy lindo. Pero demasiado tranquilo. Nadie hablaba, todos se pasaban mirando al mar, o a la gente que tomaba sol. Nosotros éramos la familia ruidosa, riéndonos y corriendo atrás de Diógenes que pensaba que el hotel era su nuevo recreo y decidió que tení­a que recorrerlo todo, hablarle a la gente, y ver si opinaban si era o no simpático. La pasó fenomenal. Nos imaginamos que por lo menos un 75% de los huéspedes eran recién casados. Tení­an esa mirada. Y cuando las mujeres veí­an a Diógenes, este chico rubio y adorable, con sus rulos estilo Shirley Temple y una sonrisa, se sonreí­an y lo señalaban, “¡Mirá ese bebé qué tierno!” La mayorí­a eran americanas. Los hombres recién casados no tení­an la misma expresión. Habí­a uno que sí­, pero el resto miraba a Dio completamente aterrorizado. Sí­, los bebés son el paso siguiente al matrimonio. Rápidamente alejaban del bebé a sus hormonales esposas hacia la primera piscina o sombrilla lo antes posible.

El siguiente par de dí­as llovió casi todo el dí­a, lo que nos dio la excusa para andar por el barco, leyendo y relajándonos. Wences conoció a nuestros vecinos, una pareja como de 60 años de Rhode Island que habí­a estado navegando alrededor del mundo durante seis años en un barco de pesca de arrastre. Al otro dí­a nos invitaron a tomar algo y ver su barco. GUAU. Bueno, el gusto de la decoración no era de morirse, aunque mis padres se morirí­an si los obligaran a vivir ahí­, pero era ENORME. De verdad parecí­a una casa chica. Tení­an una cocina con una heladera de verdad con dos puertas, un freezer con máquina de hacer hielo, un sofá y dos perezosos, que por supuesto estaban sujetos al piso. El dormitorio principal era gigante para un barco, pero lo que realmente me superó, fue que tení­an una bañera de verdad. Dios mí­o. Qué suerte tienen. Pero cuando hice más preguntas sobre su experiencia con el barco, me di cuenta de que jamás me gustarí­a estar en ese barco para este viaje, o para ninguna travesí­a larga. La mujer me contó que tení­a que sujetar a los niños a las camas porque si no lo hací­a, podí­an llegar a pegarse contra el techo. Pobres nenes. Ella también se marea tanto por el movimiento del barco (probó de todo y parece que nada le hace bien salvo quedarse completamente acostada) que diseñaron un área especial en el cuarto de navegación donde puede hacer la guardia mientras está acostada. Tení­an dos cuartos de huéspedes de buen tamaño y un cuarto de máquinas enorme. Básicamente, era un apartamento móvil. Podrí­a pensarse que después de vivir seis años en un barco, o se hubiera ido acostumbrando o lo hubiera abandonado. Me dijo que tení­a demasiado miedo de cruzar el Pací­fico porque de sólo pensar en estar tan mareada dí­a tras dí­a, probablemente durante toda una semana, era demasiado para ella. Esa mujer me resultó realmente admirable. Yo no me mareé muchas veces, pero las dos veces que me pasó fueron terribles. Te dan ganas de tirarte del barco para abajo. Haberse ido por seis años, y lograr disfrutar del viaje, disfrutarlo realmente, significa o que tení­a mucho coraje, o paciencia, o que era una verdadera mártir, o algo así­.

Lloyd y Fiona llegaron al dí­a siguiente con el padre de Fiona. Habí­amos estado estudiando algún viaje de buceo y habí­amos llegado un acuerdo con Hiro del Hotel Bali Hi. Nosotros le dábamos dos o tres de nuestros walkie talkies a pila (no las usamos porque las pilas siempre están muertas. Wences tiene unas distintas que le gustan más) por un dí­a de buceo gratis. Cuando llegaron Lloyd, Fiona y su padre le preguntamos a Hiro si ellos también podí­an venir si le dábamos una más. Hiro dijo que si. Toda una ganga por algo que no usamos para nada. Y lo que fue ese dí­a.

La primer parada del paseo fue para alimentar a los tiburones. Decidí­ que como era cerca de la hora de la siesta de Dio, tení­a que quedarme y tratar de hacerlo dormir. Esa era mi excusa en todo caso. A esta altura, ya sé que Wences nunca me va a dejar zafar de hacer cosas como nadar con los tiburones, hacer ala delta, andar en helicóptero, navegar por el mundo, pero me aferro a esos momentos previos, cuando creo que puede existir la posibilidad de que esta vez no me convenza. Sí­, nadé con un tiburón punta blanca en las Galápagos, pero era un solo tiburón. Y casi todo el tiempo estaba bastante lejos. Mientras miraba el agua clara y turquesa, vi por lo menos seis tiburones, y eran grandes. Además, obviamente estaban hambrientos porque estaban engullendo los pescados que nuestro guí­a habí­a tirado al agua. Miré como todos los turistas se subí­an al barco de Hiro y se ataban a una cuerda larga. A MI me parecí­an una hilera de salchichas, no podí­a dejar de imaginarme qué deliciosos les iban a parecer a los tiburones. Cuando me estaba metiendo al agua, nuestro guí­a, que se llama Tahiti, me aseguró que no habí­a ningún peligro. Nunca le habí­a pasado nada a un turista. Enseguida me sentí­ mejor. Quizás realmente era verdad lo que me habí­a estado diciendo todo el mundo. Que los tiburones no atacan a la gente a propósito. Me sonreí­ y le agradecí­ a Tahiti por hacerme sentir mejor. Para ser educada, le pregunté a Tahiti qué habí­a le pasado en la mano. Tení­a tantas vendas pegadas que parecí­a que las vendas le sujetaban la mano al resto del brazo. Empezó a reí­rse. “Adelante, entrá al agua,” dijo. Pensé que quizás no me habí­a escuchado. Así­ que cuando me metí­ al agua donde me esperaba Wences, le pregunté de nuevo. Más fuerte. “¡Hey Tahiti! ¿Qué te pasó en la mano?” Se sonrió y me contestó, practicamente gritando, y levantando el brazo para que todos vieran, “¡ME MORDIí“ UN TIBURí“N!” De inmediato empecé a correr hacia la escalera del barco para salir del agua pero Wences me tironeó de vuelta. “¡Dale Bella, está buení­simo!” Miré hacia atrás a Tahiti que me saludaba con su mano devorada por los tiburones desde la seguridad del barco. Era demasiado tarde. Antes de poder darme cuenta, estaba atada a esa cuerda igual que todas las demás salchichas, rezándole a la Diosa del Mar, Buda, Dios, Alá, Jehová, Vishnu y Jah que por favor me salvara de estas maquinas devoradoras de hombres. Tiraba a Wences adelante mí­o cada vez que un tiburón tan siquiera me miraba. Se reí­a tanto. Muy bien. Reí­te todo lo que quieras, pero más vale que seas mi ESCUDO. Pero nunca se acercaron a nadie. Estaban ahí­ para comerse a los pescados. De verdad no tení­an demasiado interés en nosotros. Como cinco minutos después, sentí­ que lo habí­a logrado. Habí­a encarado mi miedo y habí­a nadado con los tiburones en aguas infestadas de turistas. Ahora no tení­a que tenerle tanto miedo a los tiburones. Por lo menos a los tiburones punta negra y punta blanca. Salí­ del agua y dejé que Sofí­a también fuera a enfrentar su miedo a los tiburones. Le encantó y fue una de las últimas en salir del agua. Con Wences, claro, que fue el último.

Nuestra siguiente parada fue para darle de comer a las rayas. Fuimos hasta una orilla de la costa de una “moto” (una isla pequeña) donde habí­a por lo menos diez águilas marinas muy grandes. Los hombres del barco hací­an piruetas en la proa del barco y alimentaban a las águilas marinas con pedazos de pescados. Las sacaban del agua para que las pudiéramos tocar. Me sentí­a como si estuviera acariciando un gran hongo Portobello. Son tan suaves y tiernas. De repente un tiburón pasó como un flechazo al lado mí­o. Me sorprendí­ tanto que salté encima del padre de Fiona. ¡Qué diablos hacen los tiburones aquí­! Se supone que tienen que estar en el íREA DE TIBURONES. Como si el océano estuviera dividido en cuartos para cada atracción turí­stica. En seguida habí­a tiburones por todos lados. Wences y yo vimos uno realmente grande. Nadan tan rápido, es increí­ble ver cómo pasan zumbando. Sofí­a se quedó en el barco con Dio que estaba durmiendo una siestita.

Almorzamos en una linda “moto” con un par de otros grupos de turistas. El mar estaba bien llano y perfecto para que Dio caminara, se sentara y nadara. Le encantó. Algunas rayas se nos acercaron, como que se pasean para adelante y para atrás buscando comida y me parece que estábamos en su ruta. Dio se negó a tocarlas, pero después de que dieron un par de vueltas alrededor nuestro, no parecí­a que lo asustaran para nada. Prepararon un asado realmente muy bueno con mahi mahi y carne. Wences y yo fuimos a bucear en una laguna cerca de ahí­ y después de comer vimos unos peces hermosos y una ENORME águila marina. Podrí­a bucear durante horas. Lo malo es que te empezás a enfriar después de media hora, aunque el agua esté bastante caliente, así­ que volvimos justo a tiempo para alcanzar a nuestro grupo mientras empacaba y volví­a al barco. Nos divertimos tanto que nos quedamos tristes de que se acabara el dí­a.

Al dí­a siguiente, Wences y yo decidimos alquilar una moto para ir a este restaurante encantador que habí­amos visto cuando recorrimos la isla en auto. Era un restaurante hecho de barcazas. Era realmente encantador. La primera vez que fuimos estaba cerrado, así­ que decidimos volver. A la mañana llevamos a Dio a dar una vuelta en bote, su actividad favorita. Por supuesto que mi definición de vuelta en bote para divertirnos y la de Wences son completamente diferentes. Cuando Sofí­a y yo vamos con Dio, vamos despacito, dando lindas curvas, y andamos cerca de la orilla para que Dio pueda ver los gallos y los perritos. Wences acelera a fondo y dirige el bote directo hacia el mar abierto, más allá de la protección de la bahí­a. Mientras que Sofí­a, Dio y yo nos agarrábamos para salvar nuestras vidas, Wences se paró, mirando tranquilamente por encima de nosotros que estábamos desparramados sobre el piso del bote, fijando la vista en algún punto invisible, como si fuera alguien de un cuadro de Winslow Homer. De repente, el bote se paró. Después de intentar varias cosas por unos minutos, Wences se dio cuenta de que no tení­amos casi más nafta. Fin del lindo viaje en bote de Dio. Yo sostuve el contenedor plástico con la nafta para que la nafta tuviera mejor chance de llegar al motor. Wences aceleró a fondo de nuevo, volviendo a nuestra protegida Bahí­a de Cook, y a nuestro barco. Todos contuvimos la respiración. Quizás lo logremos.

Me acordé de todos los momentos en que Wences y yo CASI nos quedamos sin nafta. En California, en la mitad de la noche, de camino a nuestro retiro vision quest donde estuvimos cuatro dí­as sin comida y sin ver a otro ser humano en el desierto con Jorge y Conrado. Esa noche tuvimos que bajar las montañas en punto muerto hasta que encontramos una estación de servicio abierta. En Patagonia, de camino al aeropuerto donde yo iba a tomarme el avión de vuelta a Miami justo a tiempo (un dí­a tarde) para el inicio del siguiente semestre. Bajamos una pendiente en punto muerto hasta un pueblo llamado Facundo a las 5 de la mañana. Mi vuelo salí­a a las 7 de la mañana y ya estábamos a punto de perderlo. Cuando encontramos la única estación de Facundo, por supuesto que estaba cerrada. Qué podí­amos hacer sino esperar. Salí­ del auto y caminé hacia una yegua con su potrillo. Yo estaba embarazada de Diógenes, y estaba fascinada con todo tipo de animales (y de personas) y con cómo eran con sus crí­as. Me dije a mi misma que quizás pudiera aprender algo, tratando de no estresarme por perder el avión. Sabiendo que si perdí­a el avión, probablemente no hubiera otro vuelo que alcanzar ese dí­a. Quién diablos sabí­a cuando iba a poder volver a Miami. Empecé a hacer unas respiraciones de yoga para calmarme. Miré para atrás hacia el auto para ver lo que hací­a Wences. De repente, un viejo empezó a acercarse tambaleando al auto. Bárbaro. El borracho del pueblo, pensé. Ahora vamos a tener que hablar con este hombre durante horas. Lo observé mientras se acercaba a Wences. Empezaron a hablar un poco. Y después el hombre desapareció. Bien, pensé. Está demasiado borracho para quedarse. Resultó ser que era el intendente de Facundo, y uno de los dos hombres del pueblo con la llave del surtidor. Con la llave en la mano, la bragueta abierta y una sonrisa en la cara, el intendente borracho de Facundo nos llenó el tanque y pude tomar el vuelo a Miami.

Quizás Wences tenga alguna especie de maldición con la nafta, me dije a mí­ misma, mientras zumbábamos cada vez más cerca de la Bahí­a de Cook, con una mano agarrando el tanque de nafta y a Dio y la otra alrededor del pasamanos del bote. Si me caigo del bote, será que hoy me toca. Pero no. No puedo. Porque entonces Dio también se va a caer. Mientras nos acercábamos cada vez más a la boca de la bahí­a de Cook, le sonreí­ a Wences, asombrada de que habí­amos tenido suerte una vez más. Chuf chuf chuf. De repente el bote dejó de moverse. Oh oh. Nuestro barco estaba exactamente del otro lado de la Bahí­a. En el bote tení­amos remos, pero iba a llevarnos un buen rato volver. El viento y la corriente estaban en contra nuestra. Wences realineó el contenedor de nafta, me dijo que lo sostuviera justo de esa forma, y salimos de nuevo. Yo me reí­ pensando que í­bamos a lograrlo justo. De repente el bote se paró. Finalmente se habí­a acabado la suerte de Wences. Sofí­a y Wences empezaron a remar. Observé a dos de las piraguas polinesias que nos pasaban zumbando por el agua con una persona y un remo. Empecé a inventar una canción, una canción tonta sobre estar varada en el medio de la Bahí­a de Cook en un bote con un bebé y un boludo y Sofí­a cantaba el estribillo. Todos empezamos a reí­rnos, quizás demasiado, porque de repente Sofí­a se cayó al agua. Todaví­a no entendemos qué le pasó. Tampoco estaban remando tan rápido como para que un movimiento rápido y brusco la hubiera hecho zambullirse al agua. Quién sabe, pero todos nos empezamos a reí­r tanto. Sofí­a tení­a miedo de que su remo se hundiera, así­ que casi se ahoga tratando de salvarlo. Dio y yo nos reí­mos y reí­mos. ¡De repente escuchamos el ruido de otro bote! Una pareja de franceses mayores de un barco cercano vino, de malhumor, a salvarnos.

Más tarde ese mismo dí­a, Wences alquiló una moto para que él y yo pudiéramos ir a cenar a ese pequeño restaurante encantador en un barco. Lo habí­amos visto cuando recorrimos la isla en auto. í‰l tení­a algunas otras cosas que hacer, así­ que Sofí­a y yo jugamos con Dio hasta la hora de irnos. Cuando llegamos a la moto, Wences se dio cuenta de que no tení­a nafta. Fuimos a la estación cercana. Estaba cerrada. Le preguntamos a un adolescente si habí­a otra estación de servicio cerca. Al principio dijo que no. Después nos dijo que habí­a una al lado del ferry. ¿A cuánto queda? Bastante lejos, dijo. Yo estaba pronta para bajar de la moto y probar alguno de los restaurantes cercanos, pero Wences se fue volando. Pasamos por un montón de lindos restaurantes chiquitos. La gente nos saludaba, los que pasaban en auto nos saludaban. Guau. Todos acá son tan amigables. Cuando doblamos una esquina, la calle que hasta entonces estaba bordeada de luces de la calle, ahora era una negrura total. No sólo la moto no tení­a nafta, sino que tampoco tení­a las malditas luces. Yo estaba bastante asustada porque realmente no podí­as ver nada y cómo iban a vernos los autos. Para entonces, estábamos bastante lejos de casa así­ que parecí­a como que estábamos atascados. Cuando llegamos a una estación de servicio, estaba cerrada. Vimos a una persona cerrar la reja que rodeaba la estación. Wences le rogó que le diera un poco de nafta, sólo lo suficiente para volver, pero el hombre le dijo que no. Dijo que las alarmas se iban a activar si reabrí­a las rejas. Wences era más que escéptico de su explicación, pero qué importaba si estaba o no diciendo la verdad. No nos iba a dar nafta. Empezamos a volver, en medio de la oscuridad total, básicamente esperando que la moto se quedara sin nafta, o que un ángel de la guardia bajara en picada y nos llevara volando de vuelta. Hacia adelante vimos una banda de muchachos al costado del camino, pasando el rato tomando cerveza y con la música a todo volumen. Wences paró y les preguntó si sabí­an de algún lugar donde pudiera conseguir nafta a esa hora. Mencionaron todas las estaciones de servicio que ya habí­amos probado y después dijeron que no. Wences les preguntó si alguno de ellos tení­a nafta para venderle. No. Entonces Wences se dio cuenta de que la música vení­a de un camión viejo. Preguntó si el que fuera el dueño del camión nos podí­a llevar porque no habí­a otra forma de que pudiéramos volver. El único que hablaba inglés fue a hablarle al dueño del camión, un hombre bajo, gordo, muy borracho y sonriente. La primera respuesta fue que iban en dirección opuesta. Cuando Wences le pidió al hombre por favor, y le dijo que le iba a dar plata para recompensarlo, se veí­a que el tipo se estaba ablandando. Realmente no querí­a dejar de estar con sus amigos o dejar de tomar, pero se veí­a que le dábamos lástima. Al final dijo que sí­. Wences y algunos de los hombres cargaron la moto en la parte de atrás del camión y salimos. Todos los demás tipos nos iban siguiendo en tres autos diferentes. Mientras í­bamos sentados en la parte de atrás del camión, rodeados de botellas de cerveza vací­as, no pude contener la risa. Era bien de Wences no chequear el medidor de nafta cuando nos llevamos la moto, pero también era tan de Wences no rendirse cuando estaba en lo que a mi me parecí­a un callejón sin salida. Yo hubiera empezado a caminar después de la primera vez que los tipos nos dijeron que no. Justo cuando los dos empezábamos a tranquilizarnos porque í­bamos a lograr volver con vida y en una pieza, el camión se paró en la cima de la colina. Todos los demás autos también pararon. Todos los tipos se bajaron, con las cervezas en la mano y empezaron a reí­rse y a hablarse en secreto. Mientras los veí­a divertirse a todos, pensaba DIOS MIO. Estos probablemente sean LOS delincuentes de Moorea. De repente todos me parecí­an unos gángsteres de mala muerte. Sacaron unos porros y empezaron a fumar, riéndose y señalándonos. Pasó un auto de policí­a y no pareció importarle que ocho tipos, con una botella de cerveza cada uno, estuvieran parados al costado del camino intoxicándose por completo. Uno de los que parecí­a más agradable se nos acercó y nos preguntó si querí­amos fumar. Le hice señas de que estaba embarazada, lo cual era totalmente probable porque Wences y yo habí­amos empezado a buscar al segundo bebé unas pocas semanas antes. Parecieron un poco molestos de que no quisiéramos fumar. Después nos ofrecieron cerveza. Primero dije que no, pero entonces me di cuenta de que si decí­a que no a eso también iba a ser un problema, así­ que Wences y yo bajamos del camión, caminamos hasta donde estaba la banda y compartimos una cerveza. Dos de ellos trataron de empezar a conversar conmigo. Uno me preguntó si hací­a surf. No, no hago. Hizo un esfuerzo por encontrar algo más de que hablar, pero no encontró nada. Me imagino que su vida es el surf. Entonces vino otro y habló de lo hermosa que era la vista, preguntó qué hací­amos en Moorea y de dónde éramos. Parecí­a bastante agradable. Después preguntó adónde habí­an estado las Torres Gemelas y si yo viví­a ahí­. Les expliqué estaban en Nueva York, y aunque yo habí­a vivido ahí­, no estaba viviendo ahí­ en la época del ataque terrorista. Después empezó a imitar a las torres cayendo y dijo, eso estuvo bueno ¿no? Cómo contestar a eso. No podí­a. Sólo lo miré a él y a sus amigos, riéndose mientras imitaba a las torres cayendo una y otra vez, y sentí­ como si estuviera mirando a unos niños hablar de algo que no entendí­an. Me acordé de cuando tení­a cinco años y le pregunté a mi madre qué significaba el suicidio. Y aunque me trató de explicar la gravedad de la palabra y del hecho, yo no estaba de humor para quedarme seria así­ que empecé a cantar un cancioncita, bailar alegremente por la cocina, incorporando el suicidio a una de las letras del musical Oliver. Estaba acostumbrada a que mis padres se divirtieran mucho con mis payasadas, pero cuando ninguno de ellos esbozó una sonrisa, y en su lugar parecí­an ponerse todaví­a más serios, paré y me asusté. Traté de acordarme de eso mientras miraba a estos hombres jóvenes. Por la razón que fuera, no entendí­an y nada de lo que yo dijera lo iba a cambiar.

Wences logró arrancar a nuestro conductor de la manada y le recordó su misión de llevarnos a casa. Otro hombre se acercó, obviamente enojado de que estuviéramos estropeando su noche del viernes y nos dijo que nos fuéramos. Cuando nos quedamos ahí­ parados nos preguntó por qué tení­amos que volver tan apurados. Por qué no podí­amos esperar un rato con ellos. Las mentiras me empezaron a brotar de la boca más rápido de lo que podí­a registrarlas. Es nuestro aniversario, dije, y de verdad queremos tener una linda cena juntos, pero mi hermana está cuidando a nuestro hijo y ella tiene que irse a una fiesta en un rato, así­ que queremos cenar para que ella pueda irse a la fiesta. Además, estoy embarazada y no puedo quedarme hasta tarde, me estoy empezando a sentir un poco mareada. Miré a este hombre que parecí­a ser el lí­der de estos delincuentes, y me di cuenta que aunque pareciera tan agresivo y malvado, cuando se enteró de nuestra supuesta situación, empezó a sentir algo por nosotros. Qué gracioso. Así­ que partimos una vez más, en el camión, aunque esta vez vino otro tipo más en el camión y el resto se quedó.

Veinte minutos después llegamos al hotel frente a nuestro barco. El hombre nos ayudó a sacar la moto y Wences empezó a buscar en su bolsillo y sacar su fajo de billetes. El conductor inmediatamente se tapó los ojos con las manos, como si ver el fajo de billetes fuera demasiado tentador para él. Wences le dio el equivalente de US$100, y el hombre pareció verdaderamente sorprendido. Nos agradeció, le agradecimos, y nos fuimos.

Fuimos a un restaurante que quedaba cerca, donde comimos bien y volvimos un poco tarde, pero a tiempo para que Sofí­a fuera a su fiesta. Estaba invitada por uno de los hombres que habí­a ido con nosotros por el dí­a a ver rayas y tiburones. Qué noche.

Dos dí­as después nos fuimos de Moorea.

Comments

Sorry comments are closed for this entry